Por: Alberto Bolívar Ocampo
Publicado en: Diario Expreso 16/Ene/09
“Los servicios secretos son la única expresión real del subconsciente de una nación, la única medida válida de su salud pública”.
John Le Carré, El Topo (1974)
Así como el Estado debe tener el monopolio del empleo de la fuerza (armada), del mismo modo deben tener el monopolio sobre el empleo del espionaje –que no es lo mismo que inteligencia–, el cual viene a ser la recolección clandestina de información a través de las llamadas “técnicas intrusivas”, bien sea a través de elementos humanos (entiéndase espías) o técnicos (interceptación de comunicaciones telefónicas, de faxes, de e-mails, etc.). El espionaje es una actividad (necesaria) que debe estar cuidadosamente enmarcada dentro de los parámetros constitucionales, legales y procesales. Hay amenazas como las que representan los grupos terroristas o las mafias del narcotráfico, que por su mismo carácter de extrema clandestinidad, secreto y sigilo, no es posible enfrentarlas solamente recolectando (y analizando) información de fuente abierta. Es necesario espiarlas, incluso en democracia.
El problema se da cuando esa herramienta especial (del Estado) es usada indiscriminadamente por “empresas de seguridad” (privadas), las que a pedido del cliente y cobrando un buen precio, pueden llevar a cabo verdaderas operaciones clandestinas: espionaje humano o técnico, seguimientos a personas o penetración física de locales, por nombrar algunas. Esas empresas han añadido el “toque secreto” a sus servicios porque nuestra legislación (empezando por la Ley del Sistema de Inteligencia Nacional) tiene espectaculares y enormes vacíos que es menester subsanar, ya.
Lo que estamos presenciando es otra (peligrosa) manifestación anómica de la sociedad peruana, esta vez, dentro de un rubro que –se supone– es “la primera línea de defensa del país”. Es una prueba fehaciente más de que el sistema de inteligencia está en crisis; que desde el escándalo de 2007, en el que se descubrió la venta de información secreta a empresas de seguridad privadas, comprobamos que la Dirección de Inteligencia Nacional/DINI (el órgano central del sistema) desgraciadamente no controla a los componentes del mismo y estos, a su vez, no controlan a su personal, el cual se “recursea” trabajando simultáneamente para dichas empresas.
Por ejemplo, en el caso de la venta de información secreta, yo haría varias preguntas: ¿Cómo podían estar seguros los vendedores, que las informaciones proporcionadas no iban a terminar en manos de algún servicio de inteligencia extranjero, el que bien podría haber captado a personal de esas empresas de seguridad, que, dicho sea de paso, también estaba “recurseándose”? ¿Cómo podían estar seguros que entregando esas informaciones no comprometían a la seguridad nacional, ya que podían revelarse –y de hecho ello debe haber sucedido– fuentes y métodos? ¿No sabían acaso que un buen analista de contrainteligencia que analice un documento clasificado de un servicio secreto extranjero puede identificar los métodos e incluso las fuentes usados para la redacción del mismo? (He utilizado pasajes de mi ensayo “Cultura, períodos culturales y servicios de inteligencia en el Perú, 1960-2007”, que es parte de un volumen recientemente publicado en los EE UU, al que puede accederse en http://www.ndic.edu/press/pdf/12060.pdf )
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